16 de agosto de 2013

Los acantilados "noirs" de Acapulco

Hay ocasiones en que la suma de los encuadres extravagantes, oblicuos y difíciles de Orson Welles (esa “concepción retorcida del encuadre”, en palabras de Cabrera Infante), alcanza un grado de saturación en el espectador, como si asistiéramos a un festín literario de metáforas refulgentes y vocablos churriguerescos propios de un Valle-Inclán o un Lezama Lima. Pero, si tomamos algunos de esos planos aisladamente y en días con cierta predisposición al barroquismo, no hacen otra cosa sino deslumbrarnos. Tomemos por ejemplo éste, un diamante perteneciente a “La dama de Shanghai” (1947):

 
Es un plano en pronunciadísimo picado sobre los acantilados de La Quebrada de Acapulco, en el cual el repulsivo personaje de Glenn Anders (del que Welles nos ha arrojado abundantes primerísimos planos de su rostro sudoroso y trastornado, en una obra que cuenta con algunos de los más impactantes close-ups de su tiempo), acaba de hacerle una propuesta de asesinato al marinero que encarna Welles, cegado por el deseo de Rita Hayworth antes que por la jugosa suma de dinero que le reportaría.

Un encuadre atrevido, pero nada gratuito, ya que posee una enorme significación premonitoria de lo que les puede deparar a ambos personajes el llevar a cabo el desquiciado plan expresado en el diálogo. No otra cosa sino el abismo. Un abismo que dialoga con otro plano anterior de puro vértigo, el cenital, a vista de mástil, de la mantis religiosa y platino de la Hayworth cantando sobre la cubierta de un yate, más peligrosa que cualquier accidente geográfico de la Madre Naturaleza.

Un plano fastuoso, wellesiano en el mejor sentido de la palabra, cuyo eco viaja a algunos otros de “Othello” o “Mr. Arkadin”. Y, ¿por qué no?, hasta el terrorífico y casi fugaz en que Welles-Quinlan, casi mirando de reojo a la cámara e intuyendo quizás ahí su propio abismo, estrangula a Akim Tamiroff. Milagros del picado.