1 de febrero de 2012

Dos grandes películas B de Richard Fleischer

La RKO, el legendario estudio hollywoodiense del que salieron en sus años de esplendor “King Kong” (1933), “Ciudadano Kane” (1941) o “La fiera de mi niña” (1938), fue durante los años 40, en su línea de producción de serie B, un impresionante vivero de talentos que ascenderían posteriormente a las películas de grandes presupuestos. Una formidable cantera de la que salieron Mark Robson, Robert Wise, Edward Dmytryk, Anthony Mann y Richard Fleischer, todos futuros realizadores de primera categoría, sobre todo los dos últimos. 

Richard Fleischer, hijo del gran cartoonist Max Fleischer, creador de Popeye y Betty Boop, se curtió largos años en las producciones baratas, principalmente en RKO, antes de progresar hacia las películas de alto presupuesto y las superproducciones. Fleischer fue un talento titánico cuyas mejores películas no han envejecido un ápice, y, lo que no es poco, ese talento se combinó con una personalidad modestísima, que el crítico Jacques Lourcelles definió de una forma inmejorablemente elegante como “la serenidad en sus relaciones con su propio ego”.

De aquella época de formación del creador de obras tan redondas como “Los vikingos” (un 8000 metros del género de aventuras), “Barrabás” (una verdadero diamante, el más extraño de los films bíblicos), “El estrangulador de Rillington Place” (mejor aún que su predecesora, también de Fleischer, “El estrangulador de Boston”, y cumbre absoluta de las películas sobre asesinos en serie), el policial “Los nuevos centuriones” o la desasosegante intriga psicológica “La muchacha del trapecio rojo”, de aquella humilde época de formación, decía, he visto recientemente dos auténticas joyas que quisiera reseñar.

Ambas son, por supuesto, films policíacos sin pretensiones que glorifican el papel de los agentes de la ley, y están protagonizadas por Charles McGraw, un actor notable, al que le va como un guante el calificativo de sólido, primer espada de innumerables thrillers baratos, y con papeles recordados como el sádico instructor de gladiadores de “Espartaco” o uno de los matones tras de Burt Lancaster en “Forajidos”.

Ninguna de las dos alcanza los 70 minutos de duración, y no parecen necesitar de más para narrar sus historias, lo que desacredita el farragoso metraje de tantos films policíacos contemporáneos.

La primera, “Armored Car Robbery” (1950), tiene un final (billetes desperdigados por la pista de aterrizaje de un aeropuerto) que se diría inspiró a Kubrick el de “Atraco perfecto” (1956). Pertenece al subgénero hold-ups (películas de “atraco perfecto”, al que Fleischer volvería en 1955 con “Sábado trágico”), pero despacha rápido la ejecución del atraco para centrarse en la persecución de los delincuentes y las relaciones entres estos, comandados por un prestigioso profesional del crimen llamado Dave Purvus al que encarna un espléndido William Talman.
Un ritmo sostenido recorre una película en la que abundan los planos en contrapicado, y cuyo guión firman Earl Felton y Gerald Drayson Adams.


La segunda, “The Narrow Margin” (1952) es todavía mejor (preciso como un reloj el guión de Earl Felton), y transcurre durante alrededor de tres cuartas partes de su metraje en un tren que cubre el trayecto Chicago-Los Ángeles, en el que viajan un policía y la chica a la que debe proteger de cara a testificar contra la Mafia.
Fleischer, que se sentía muy orgulloso de este film, salió victorioso del grandísimo reto para su destreza en la puesta en escena que suponía ambientar una película de acción entre los vagones de un tren.

Hay tantos aspectos que destacar en este film…Ahí está la palpable sensación de claustrofobia, de completo agobio, reforzada por las apariciones de un hombre gordísimo que abarca todo el ancho de los pasillos del tren; un soterrado, casi involuntario, humor en momentos ocasionales.; un hallazgo visual tan notable como el reflejo de un coche en los cristales del tren utilizado como imagen de enlace entre los acontecimientos que transcurren en distintos compartimentos, un leitmotiv que además se revelará posteriormente como fundamental para la resolución  de una las escenas clave del film  (lo que enlaza con aquel principio de Chejov para el teatro: “Si en el primer acto has colgado una pistola en la pared, en el siguiente debe ser disparada”). También una pelea entre McGraw y uno de los asesinos a sueldo en el angostísimo espacio de un compartimento, tan física o más que la de la barbería de “Encubridora” (1953) que filmó Fritz Lang cámara al hombro; y el gran papelón, con sorpresa incluida, de la morena de enormes ojos Marie Windsor, que fue miss Utah antes del cine. Y en fin, la economía narrativa, el ritmo extraordinario, casi dignos de un Raoul Walsh.


La película disfrutó durante años de una modesta fama, que llevó incluso a la realización de un remake que hizo Peter Hyams en 1990 con Gene Hackman y Anne Archer, de 97 minutos de duración (cerca de media hora más que la original) y que desconozco.

Queda además la certeza de que la filmografía de Richard Fleischer aún alberga muchas sorpresas por descubrir. Un cineasta imprescindible desde cualquier ángulo.