23 de marzo de 2011

Las carambolas del poder

El pool o billar americano es un deporte con fuerte atractivo, de un encanto realzado por la atmósfera espesada de humo y alcohol de los salones y la reputación dudosa del ambiente y los tipos que lo pueblan.

Un hustler, en el argot norteamericano del deporte, vendría a ser un jugador experto que, simulando ser mediocre en un buen tramo de una partida con apuestas, se muestra sorprendentemente brillante cuando el nivel de esas apuestas alcanza cifras elevadas, de forma que despluma a su rival. Si no un tramposo en sentido estricto al menos alguien que no juega limpio.


Quizás haya personas que aprecien la película “El buscavidas” (“The Hustler”, 1961) mayormente por este motivo argumental. Pero si trascendemos la superficie de éste, que por otra parte refuerza intensamente el sabor realista de la película, si nos dejamos llevar por las intenciones del director, productor y guionista Robert Rossen de suscitar en el espectador variadas reflexiones, un buen puñado de temas nos vienen a la cabeza:

-         En algunos de los mejores diálogos de la historia del cine, se habla del talento y del carácter, y de la poca utilidad del primero si no va acompañado del segundo.

-         De cómo el atajo más rápido hacia el amor puede ser la vulnerabilidad compartida. Hay mucha autenticidad en la historia amorosa de esos dos personajes a la deriva que se conocen en una estación de autobuses que parece salida de un cuadro de Edward Hopper, y que interpretan Paul Newman y Piper Laurie. Autenticidad, sobre todo, en la escena del picnic, prodigiosa y crucial bajo su apariencia insignificante, casi de transición.

-         De los temperamentos autodestructivos, como son los de la pareja mencionada, y haciéndolo sin afán psicoanalítico.

-         Del placer y del respeto que deparan el talento y el trabajo bien hecho entre los que, como “Minnesota Fats”, saben apreciarlos.

-         Y, sobre todo, del poder y de las reglas que lo vertebran. Todo ello personificado en el personaje que interpreta George C. Scott, cuya caracterización merece un aparte. No se me ocurre un actor mejor para encarnar al hosco capo Bert Gordon, al que enriquece de una forma impresionante: su simpatía forzada, su autocontrol (ese fantástico detalle de guión: mientras “trabaja” sólo bebe leche), su pasión por el dinero, su preciso olfato para calar a las personas. Rossen apunta a que la manifiesta sensación de poder del personaje anula en él cualquier escrúpulo moral.


La magnífica actuación de Scott, que en vida fuera el más pendenciero de los actores, es una más en un conjunto de cámara inspiradísimo. Paul Newman, en su plenitud física, borda el mejor papel de su primera época y quizás de toda su carrera, el del incomparable Eddie Felson. Como incomparable es la elegancia interpretativa y de porte (“like a dancer”, comenta Felson de sus movimientos al jugar) de un Jackie Gleason que da la medida precisa de su “Minnesota Fats” con apenas su presencia y unas pocas miradas. Myron McCormick desaparece a mitad de metraje pero en todas sus escenas, sobre todo en aquella en que intenta recuperar a Eddie para la vida nómada, está extraordinario. Y la injustamente olvidada Piper Laurie, atormentada, vulnerable, con un halo trágico desde su primera aparición.

La dinámica jazzística, la horizontalidad de la puesta en escena y el límpido blanco y negro, me traen a la memoria otra película cruda, nocturna y formidable, “Sweet Smell of Success” (Alexander Mackendrick, 1957).

Creo que el mejor comentario sobre esta obra maestra absoluta, es de Newman y lo recoge Shawn Levy en su biografía de 2009:
“Fue una de esas películas en las que te levantabas por la mañana y estabas impaciente por empezar a trabajar, porque sabías que era tan buena que nadie podría estropearla”.



*Una sabrosa anécdota: Jackie Gleason era también un magnífico jugador de billar y se cuenta que, durante una improvisada partida contra Newman en pleno rodaje, se comportó como un verdadero hustler, dejándose ganar durante tres mangas para mostrarse intratable en la cuarta y última una vez el nivel de las apuestas era lo bastante fuerte. Newman, irónicamente, fue hustler delante de las cámaras pero hustled detrás de ellas.

22 de marzo de 2011

Un canon Eastwood

Es vicio de cinéfilos el de elaborar listas. Recientemente visto el último film de Clint Eastwood, el insólito e injustamente subvalorado “Más allá de la vida”, aquí ofrezco una con mis 10 películas favoritas de entre las dirigidas por él, en orden aproximado de preferencia:

  1. “El aventurero de medianoche” (“Honkytonk Man”, 1982)
  2. “Un mundo perfecto” (“A Perfect World”, 1993)
  3. “Los puentes de Madison” (The Bridges of Madison County”, 1995)
  4. “Poder absoluto” (“Absolute Power”, 1997)
  5. “Gran Torino” (ídem, 2008) / ”El intercambio” (“Changeling”, 2008)
  6. “Million Dollar Baby” (ídem, 2004)
  7. “Más allá de la vida” (“Hereafter”, 2010)
  8. “El jinete pálido” (“Pale Rider”, 1985)
  9. “Sin perdón” (“Unforgiven”, 1992)

Repasando la lista, reparo en que las dos primeras, películas de una alta pero contenida emotividad, abordan el tema de la fascinación que un adulto delincuente (Kevin Costner en la segunda) o de mala vida (el cantante country de la primera) ejerce sobre un niño, en una arraigada tradición occidental que deriva de la novela “La isla del tesoro” de Robert Louis Stevenson y cuya mejor expresión cinematográfica quizás sea la magistral “Moonfleet” de Fritz Lang (1955).

Bronce en el podio, “Los puentes de Madison”, que encontré estimada en exceso en el momento de su estreno en 1995, me conquistó en un segundo visionado. Probablemente el film romántico por excelencia de los 90 y una obra muy profunda, con una puesta en escena de una fisicidad asombrosa que nos hace sentir que respiramos el mismo aire que los personajes. Y una Meryl Streep imborrable.

Otra gran subestimada, y mi cuarta favorita, es “Poder absoluto”, un film muy amargo sobre el poder, un thriller que nos atrapa sin desmayo desde ese arranque a partir de las manos de un santo de El Greco que el personaje de Eastwood dibuja sentado en un museo, una de las más elegantes sugerencias de la profesión de un personaje que he visto en la pantalla. Pocas como esta película como ejemplo de que Clint Eastwood, a pesar del conservadurismo político que se le supone, nos ha dado algunos de los más negros retratos de las instituciones norteamericanas de los últimos 25 o 30 años.                                 

A “Mystic River” la hubiera incluido sin duda entre las cinco primeras en el momento de su estreno (2003) pero vuelta a ver años después, utilizando una metáfora libresca, se me cayó de las manos, especialmente por su recargado tono sombrío. Un proceso inverso al que me ocurrió con “Los puentes de Madison”.


Entre los westerns, siempre he preferido a su obra maestra “oficial” “Sin perdón”, ese modesto pero emocionante “El jinete pálido”.

De sus interpretaciones en obras firmadas por él la que más me gusta (aunque quizás no sea la mejor) es la de “Cazador blanco, corazón negro” ("White Hunter, Black Heart", 1990), en la que compone un exuberante John Huston, otro director que también encadenó grandísimas películas en la vejez.

Se lee en Internet que el incombustible Eastwood, camino de los 81 años, se encuentra rodando una biografía de aquel sujeto inquietante que fue el fundador del FBI J. Edgar Hoover. ¿Una nueva prueba de su vitalidad creativa?.