16 de agosto de 2013

Los acantilados "noirs" de Acapulco

Hay ocasiones en que la suma de los encuadres extravagantes, oblicuos y difíciles de Orson Welles (esa “concepción retorcida del encuadre”, en palabras de Cabrera Infante), alcanza un grado de saturación en el espectador, como si asistiéramos a un festín literario de metáforas refulgentes y vocablos churriguerescos propios de un Valle-Inclán o un Lezama Lima. Pero, si tomamos algunos de esos planos aisladamente y en días con cierta predisposición al barroquismo, no hacen otra cosa sino deslumbrarnos. Tomemos por ejemplo éste, un diamante perteneciente a “La dama de Shanghai” (1947):

 
Es un plano en pronunciadísimo picado sobre los acantilados de La Quebrada de Acapulco, en el cual el repulsivo personaje de Glenn Anders (del que Welles nos ha arrojado abundantes primerísimos planos de su rostro sudoroso y trastornado, en una obra que cuenta con algunos de los más impactantes close-ups de su tiempo), acaba de hacerle una propuesta de asesinato al marinero que encarna Welles, cegado por el deseo de Rita Hayworth antes que por la jugosa suma de dinero que le reportaría.

Un encuadre atrevido, pero nada gratuito, ya que posee una enorme significación premonitoria de lo que les puede deparar a ambos personajes el llevar a cabo el desquiciado plan expresado en el diálogo. No otra cosa sino el abismo. Un abismo que dialoga con otro plano anterior de puro vértigo, el cenital, a vista de mástil, de la mantis religiosa y platino de la Hayworth cantando sobre la cubierta de un yate, más peligrosa que cualquier accidente geográfico de la Madre Naturaleza.

Un plano fastuoso, wellesiano en el mejor sentido de la palabra, cuyo eco viaja a algunos otros de “Othello” o “Mr. Arkadin”. Y, ¿por qué no?, hasta el terrorífico y casi fugaz en que Welles-Quinlan, casi mirando de reojo a la cámara e intuyendo quizás ahí su propio abismo, estrangula a Akim Tamiroff. Milagros del picado.


6 de julio de 2013

Bresson y la poesía entre las junturas

Hace falta tener un alma verdaderamente grande para llevar a la pantalla la tristísima historia de la niña “Mouchette” (1967), y, aún más si cabe, para concebirla, si bien no he leído la nouvelle de Georges Bernanos en que se inspiró Robert Bresson.

Bresson, el gran asceta del cine francés, el inconformista más puro, nacido en el corazón de Francia, en Clermont-Ferrand (la hermosa y empinada ciudad gótica en la que Rohmer escenificó los dilemas morales y filosóficos de “Mi noche con Maud”), abordó este proyecto inmediatamente después de ese desolador catálogo sobre los males de los que el hombre es capaz que es “Al azar, Baltasar” (1966), presentándose “Mouchette” como una obra más rica, de una espiritualidad extraña e incómoda, una de las más grandes de su autor.

Es la humanísima crónica de la vida lamentable de una adolescente de pueblo, cuya madre está moribunda y su padre y su hermano se ganan la vida como contrabandistas, al mismo tiempo que está al cuidado de un bebé hermano, habitantes todos de una inhóspita y gélida casa en los arrabales del pueblo. Mouchette es marginada en el colegio, maltratada por todos, y queda condenada a madurar a marchas forzadas. Los sórdidos sucesos de una noche en el bosque precipitarán un desenlace trágico y quizás inevitable.
 

Algunas de las maravillosas perlas aforísticas de Bresson en sus “Notas sobre el cinematógrafo” (su particular “Camino de perfección” cinematográfica), encuentran idónea correspondencia en fragmentos e imágenes de “Mouchette” y nos iluminan con precisión sus recovecos:

Nada de bella fotografía, nada de bellas imágenes, sino imágenes y fotografía necesarias”. Lo que entronca con lo enunciado por otro depurador de la forma, Rossellini, cuando dijo que “un plano es bueno porque es correcto”. En efecto, no hay belleza visual en plano alguno de la película, sólo límpido blanco y negro.

Producción de la emoción sostenida por una resistencia a la emoción”.Hay un instante, que casi podría pasar desapercibido por su brevedad, en que Mouchette termina besando la mano de su madre enferma tras regresar a casa, momento de honda ternura contenida, de gran pudor, casi invisible.

Música. Ella aísla a tu película de la vida de tu película (delectación musical). Ella es un potente modificador e incluso destructor de lo real, como el alcohol o la droga”. En este film, salvo fragmentos diegéticos, sólo las notas religiosas del “Magnificat” de Monteverdi, y en escasos momentos. Acompañando a los títulos de crédito y tras la breve plegaria de la madre enferma que los prologa, las resonancias de esta pieza se expandirán por toda la historia con una justeza inolvidable.

Es necesario que los ruidos se conviertan en música”. El constante crepitar de la hoguera en toda la larga secuencia de la crisis epiléptica del cazador furtivo Arsène y la violación de Mouchette supone un contrapunto armónico a toda la violencia de lo que está aconteciendo.

Que sea la unión íntima de las imágenes la que las cargue de emoción”. Después de un primer intento de suicidio, un leve gesto de Mouchette en plano medio dirigido hacia el conductor de un tractor, encuentra en contraplano general a este último volviendo su rostro hacia la muchacha pero finalmente proseguirá su camino. Un momento descorazonador.

No corras tras de la poesía. Ella penetra toda sola entre las junturas (elipsis)”. Un ejemplo máximo en la elipsis posterior a la violación que concluye con el abrazo entregado de Mouchette, la poesía entra poderosa entre la ambigüedad de la situación y el abismo emocional que propicia una elipsis tan precisa.


El excelente “Rosetta” (2000) de los hermanos Dardenne, film entre el neorrealismo y el movimiento Dogma, bebía con provecho, aunque sin aspirar a su dimensión espiritual, de esta obra maestra de 1967, tomando como protagonista a otra chica adolescente fustigada por la vida, también forzada a una madurez precoz y vertiginosa. Sin embargo, el tono, el pathos, de “Mouchette” son del todo intransferibles, situándose la obra de Bresson tan a contracorriente del cine pop (a pesar de que el único momento de felicidad de la protagonista, en los coches de choque, tiene una alegría deliciosamente pop) e innovador que se hacía por aquellos años, mediados de los 60, como de todo lo que se había filmado en décadas anteriores, un cine incontaminado de otras influencias cinematográficas (aunque queda el misterio de las insólitas conexiones con el final de “Alemania, año cero” de Rossellini, de 1947).

No me resisto a concluir con un rosario de otras frases bressonianas (cada admirador del francés atesorará sus preferidas), de entre las que más me impactaron por su sabiduría o su fidelidad a un sentido de “misión” artística:

Dos personas que se miran a los ojos no ven sus ojos sino sus miradas (¿razón por la que nos equivocamos sobre el color de los ojos?)”.

EL CINE SONORO INVENTÓ EL SILENCIO”. (en mayúsculas en el libro).

Cuando un sonido puede reemplazar a una imagen, suprimir la imagen o neutralizarla. El oído va más hacia el interior, el ojo hacia el exterior”.

Citando al pintor Camille Corot: ”No hay que buscar, hay que esperar”.

No se trata de actuar “sencillo” o de actuar “interior”, sino de no actuar nada”.

Eso que yo rechazo como demasiado simple, es lo que es importante y en lo que hay que profundizar. Estúpida desconfianza de las cosas simples”.

Prefiere eso que te sopla la intuición a eso que has hecho y rehecho diez veces en tu cabeza”.

Cámara y magnetófono, llevadme lejos de la inteligencia que complica todo”.


31 de enero de 2013

El mundo en una balsa

Con el transcurso de los años, parece que va pesando un relativo olvido sobre las películas que Alfred Hitchcock realizó entre dos incontestables piezas maestras como “Rebeca” (1940) y “Encadenados” (1946), films realizados en plena Segunda Guerra Mundial entre los que deberíamos incluir sus dos olvidados documentales para el esfuerzo bélico: “Enviado especial”, “Matrimonio original”, “Sospecha”, “Sabotaje”, “La sombra de una duda”, “Náufragos”, “Bon Voyage”, “Aventure Malgache” y “Recuerda”.
Incluso uno tan extraordinario como “La sombra de una duda”, que presenta al más elegante de los psicópatas de Hitchcock bajo los rasgos y el porte de Joseph Cotten y tan valorado en otros tiempos, ha quedado un tanto eclipsado por los dos mencionados más arriba y sus joyas de los 50 y los 60.
Y con injusticia se tiende a despachar “Náufragos” (“Lifeboat”, estrenado a principios de 1944) como una mera hazaña técnica, la de rodar una historia íntegramente en el reducidísimo recinto de un bote salvavidas. Pero “Náufragos” es una obra asombrosa no sólo por su carácter experimental.

 
Prueba de la ambición con la que Hitchcock abordó el proyecto es que inicialmente contactó a Hemingway para que escribiera un argumento a partir de la idea de un grupo de náufragos en una lancha a la deriva. El legendario escritor declinó la propuesta y como recambio acudió a John Steinbeck, entonces en la cima de su prestigio después de “Las uvas de la ira”. El californiano bosquejó un argumento que Jo Swerling convirtió en un guión, libreto que a su vez fue pulido por Ben Hecht y el propio Hitchcock. Una nómina de escritores que corta el hipo.
 
La encajonada trama gira alrededor de ocho personajes que se refugian en un bote salvavidas después de que su barco fuera torpedeado por un submarino alemán: una reportera, un millonario, cuatro miembros de la tripulación que desempeñaban las respectivas tareas de engrasador de máquinas, operario de radio, marinero y camarero, una enfermera, y el marino nazi que recala por el hundimiento de su submarino, y que será el catalizador de las tensiones. Un noveno, una madre con su hijo muerto, se suicida al poco de acceder al bote.

François Truffaut se lo definió bastante bien a Hitchcock comentando que “el film constituía un conflicto psicológico al mismo tiempo que una fábula moral”. Y en verdad es una película bastante atípica dentro de la filmografía del genio londinense, por su carga filosófica-política (hay incluso referencias más o menos implícitas a la lucha de clases y a la segregación de los negros) y la falta de grandes set pièces de suspense.
 

Estrenada en 1944, poco antes del desembarco en Normandía, el mensaje de esta alegoría política de la situación mundial llegó con cierto retraso: los alemanes (el capitán nazi) tienen claros sus objetivos y eso les hace más fuertes, mientras que las democracias occidentales (el resto de los integrantes de la lancha) siguen divididos y por tanto debilitados frente al enemigo común.

Estilísticamente, la película se fundamenta en el uso de planos medios y del close-up, con apenas algún plano general de la lancha desde lejos pero, paradójicamente, la sensación no llega a ser de claustrofobia.
Hay una escena que muestra una extraordinaria inventiva en el uso de esa planificación, aquella que recoge la primera conversación íntima entre Hume Cronyn y Mary Anderson: primero encuadrados frontalmente con ella de espaldas y él mirando a la cámara, después ambos rostros de perfil pero sin mirarse porque sus cuerpos siguen en planos distintos, por último de nuevo una toma frontal pero ahora él de espaldas y el rostro de ella hacia la cámara. Bañados por la luz de la luna, es una hermosa y sencilla solución visual que, junto con los diálogos, va recogiendo el desarrollo de una intimidad.
 
El personaje con más fuerza del film es sin duda el de la sofisticada y sarcástica reportera que encarna Tallulah Bankhead, en una de sus contadas apariciones en pantalla. Parece que Hitchcock ya la había visto muy joven sobre las tablas londinenses y la quería expresamente para este papel. Se cuenta que la desinhibida Tallulah se presentaba en el set de rodaje sin ropa interior (sujetador y bragas), para regocijo del propio Hitchcock. No es de extrañar por tanto que sea ella la principal artífice del palpitante erotismo de la escena en que, después de una tormenta en la que por primera vez se han besado, la Bankhead escribe sus iniciales con pintalabios en el torso desnudo de John Hodiak, plantado aquí y allá con las iniciales tatuadas de sus antiguas conquistas.
 
 
Entre los actores, aparte la gran Tallulah, destacan dos formidables secundarios: el siempre exuberante Henry Hull como el millonario, y el grueso austríaco de mirada astuta Walter Slezak, especialista por aquellos años bélicos en nazis de diverso pelaje (por ejemplo, “Esta tierra es mía”, de Jean Renoir, del mismo año en que se rodó “Náufragos”).

Como curiosidad, en un cameo particularmente imaginativo y autoparódico, Hitchcock documentó la dieta rigurosa a la que se sometió durante la preparación del film, y en la que llegó a perder un tercio de su peso: William Bendix lee un periódico en el que vemos un anuncio con sendas fotos del antes y el después de la dieta del genial gordo. De los más divertidos de su carrera, junto con el niño que hace aguas menores sentado sobre sus rodillas en “Cortina rasgada”, y el autobús que le cierra la puerta en las narices en “Con la muerte en los talones”.

Extraña, alegórica, política, con una neblinosa atmósfera de pesadilla, como una “Rebeca” en alta mar, “Náufragos” merece un mejor puesto en el panteón hitchcockiano.
 

28 de diciembre de 2012

Argelia 1996

La francesa “De dioses y hombres” (“Des hommes et des dieux”), de 2010, es una de las películas más extraordinarias, entre las estrenadas en el último lustro, que este espectador ha tenido la oportunidad de ver. Extraordinaria por calidad estética y porque haciendo suyo el principio chestertoniano de que no hay estética sin ética, el director Xavier Beauvois ha filmado una obra de una energía moral poco común en esta época de vacía brillantez formal.
Y lo ha hecho sin dogmatismos, con realismo y veracidad, con un pudor exquisito ante los conflictos íntimos y las emociones de los personajes. Y formulando, calladamente, un discreto alegato por la tolerancia, la religiosa y cualquier otra.
 

La trama, con guión de Etienne Comar y el propio Beauvois, recrea los meses anteriores al asesinato tristemente real de siete monjes cistercienses pertenecientes a una misión en el Atlas argelino. Dicho crimen se produjo en 1996, en un momento de especial recrudecimiento del integrismo islámico más sanguinario en Argelia, y su correlativa represión por el ejército del país. Según testimonios recientes, la verdadera autoría del crimen no estaría esclarecida aún.
 

Con su ritmo contemplativo, plenamente acorde con el lento discurrir de la vida monacal, “De dioses y hombres” es cine de gran hondura. Como botones de muestra, es suficiente con seleccionar tres momentos que son puro cine y pura verdad. Dos de ellos son, además, de tal sencillez, que podrían pasar desapercibidos: la conversación en la que un viejo monje le explica a una joven musulmana cómo se manifiesta el amor; y un plano general fijo que fusiona armónicamente a dos monjes con su coche averiado, a un grupo de mujeres argelinas que les ayudan a arrancarlo, y al amplio paisaje del Atlas que los circunda. Y no ha bastado más que eso, ese breve y bellísimo plano fijo situado en el momento adecuado de la película en el que cobra toda su significación, para darnos la esencia de la película.
El tercero, por el contrario, es uno de los momentos álgidos de la película, el de la última cena que comparten los frailes, una sinfonía de rostros/emociones modulada por “El lago de los cisnes” de Tchaikovky. Unos minutos de una belleza indescriptible.
 
El conjunto de los actores está insuperable, todos los intérpretes parecen haber alcanzado una completa empatía con los pensamientos y emociones que debieron transitar por las cabezas y los corazones de los monjes durante aquellos trágicos momentos. Desde el hermano médico - un pozo de sabiduría - que encarna Michael Lonsdale, hasta el valiente prior que interpreta Lambert Wilson; pasando por los frailes más dubitativos, más frágiles en su fe o su sentido de misión, quizás los más difíciles de insuflar credibilidad, como el hermano más volcado en las tareas agrícolas, que es también el más joven y en quien percibimos de una forma más intensa y dolorosa sus dilemas interiores, su crisis de fe - una matizadísima creación del actor Olivier Rabourdin.

Desconozco las otras películas dirigidas por Xavier Beauvois, también actor en films como “Villa Amalia”, “Adiós a la reina” o “Ponette”. Pero solamente “De dioses y hombres” le sitúa ya como un maestro de la verdad del cine.

 

17 de octubre de 2012

Asuntos de familia

“Odio entre hermanos” (“House of Strangers”, 1949) se encuentra un tanto sepultada entre las obras maestras de Joseph L. Mankiewicz de su brillantísima etapa como guionista y director en la 20th Century Fox (1946-1952), ese trío que conforman “El fantasma y la Sra. Muir” (1947), la mítica y oscarizada “Eva al desnudo” (1950) y “Murmullos en la ciudad” (1951); olvidada también incluso entre las que sin ser magistrales gozan por razones diversas de mejor consideración, como “Carta a tres esposas” (1949) y “Operación Cicerón” (1952).

Una de las razones puede ser que, contrariamente a lo habitual, Mankiewicz no firmara el guión, o tal vez que este melodrama es tangencial estilísticamente con el cine negro, género con el que nadie asociaría al director, reputado, para bien y para mal, como cineasta intelectual de enjundiosos diálogos.


Pero aunque inferior a las tres obras maestras antes citadas y a pesar de sus evidentes defectos, “Odio entre hermanos” es una película a revalorizar con urgencia por su rara intensidad dramática, su negrísima visión de la institución familiar, y una historia de deseo y amor (por este orden) compleja y estimulante.

Guión acreditado a Philip Yordan pero remozado por Mankiewicz, la historia, una versión contemporánea e italoamericana de la bíblica de José y sus hermanos, se estructura alrededor de un largo flashback que comienza después de un hermoso y evocador travelling mientras el presente y el pasado quedan enlazados por un aria de ópera italiana.
Mencionaba unas líneas más arriba la historia de José y sus hermanos, que noveló extensamente Thomas Mann. Aquí José sería Max Monetti, el hermano interpretado por Richard Conte, elegante abogado de éxito, que despierta las envidias de sus tres hermanos por la predilección que le muestra sin disimulo su padre banquero (Edward G. Robinson como Jacob/Gino Monetti). Los hermanos que vendían a José en el episodio bíblico se asemejan en el tramo final de la película, en un máximo exponente de actualización, a matones de las escuadras negras de Mussolini (no en vano, vemos un busto de éste en el despacho del cabecilla, Joe, muy bien interpretado por Luther Adler).
 
Quizás lo que más me gusta del film es la historia sentimental entre Richard Conte y Susan Hayward. Hay mucha química entre ambos y, muy moderno para la época del yugo del Código Hays, la pareja llega al amor por el sexo. La temperamental Hayward es independiente y resuelta como una mujer hawksiana, y no duda en invitar a su casa al recién conocido que se ha sentido atraído por ella.
A sus escenas, también, se les brinda los mejores diálogos, esos legendarios diálogos de Mankiewicz plenos de sofisticación y dobles sentidos.

La fuerza, la intensidad del film, no ocultan sin embargo sus defectos. Hay secuencias en el mismo precipicio del ridículo (el soliloquio de Conte frente al retrato de su padre, por ejemplo, o esa en que la Hayward visita a Edward G. Robinson para pedirle que no avive la sed de vendetta del hijo encarcelado), pero no olvidemos que la película tiene mucho de melodrama operístico, impulsado por la desaforada actuación de Robinson. Y en ocasiones falla el ensamblaje entre las dos historias paralelas que conforman el film, la familiar y la de los dos amantes.
 
El final, espléndido, es una elección moral y una liberación, las del protagonista: Richard Conte baja las escaleras de la mansión familiar, sombría como la de los Amberson de Orson Welles, y símbolo definitivo de un ambiente opresivo y contaminado. La cámara lo ve descender de espaldas hacia la salida, para reencontrarlo fuera, donde le espera Susan Hayward, el amor de su vida. Él respira hondo el aire puro de la calle, está dolorido por la paliza, pero aliviado al fin de la carga de la venganza que deseaba su padre y a la que ha renunciado. Se desliza por las escaleras exteriores, casi dejándose arrastrar como por una corriente hasta el coche de Hayward, que en un Nueva York desierto arrancará sin demora en busca de nuevos horizontes.

Aquí resulta muy expresiva la gestualidad corporal, escuela teatro neoyorkino, del olvidado y sin embargo magnífico Richard Conte.
 
 

12 de septiembre de 2012

De repente, ¿el último verano?


“Nubes de verano”, de 2004, es una de las películas españolas más interesantes desde que empezó el siglo XXI, y posiblemente de las que mejor envejezcan por su carácter ligeramente intemporal. La dirigió el leonés Felipe Vega, con libreto original de él mismo y de su guionista habitual el escritor Manuel Hidalgo. Vega se prodiga poco, y sólo contabiliza en 35 años ocho largometrajes, dos cortos, un documental (co-dirigido con el escritor Julio Llamazares, y su última obra hasta la fecha), y un episodio televisivo. Antiguo crítico, actualmente está más centrado en la enseñanza en escuelas de cine, y sería de desear que el cine español disfrutara de más películas suyas.
 
  
A grandes rasgos, el argumento es como sigue: Una pareja joven y atractiva, Daniel y Ana, casados y con un hijo, acuden como cada año a veranear a una masía de la Costa Brava. Su relación es estable y afectuosa, externamente feliz, aunque ya lejos de la pasión de los inicios. Ana se encuentra con Marta, que tiene una tienda en el pueblo y a la que conoce de veranos anteriores, quien casualmente está con su primo Robert, al cual le gusta Ana en el acto. Robert se encapricha de Ana, y le propone a Marta, a la que al mismo tiempo le gusta desde siempre Daniel, un pacto con ecos del de Robert Walker y Farley Granger en “Extraños en un tren” de Hitchcock: Marta ayudará a Robert a seducir a Ana, y él hará lo mismo para su prima con respecto a Daniel. A partir de entonces, para lograr su propósito, los primos, en especial Robert, provocarán una serie de situaciones y encuentros con la pareja que culminarán en el clímax de la secuencia en que Robert y Ana quedarán solos…
 
Natalia Millán interpreta a la chica de la pareja, sensible e inteligente. El chico es Roberto Enríquez, equilibrado, simpático, un punto inocente. Ambos personas tranquilas, buenos padres. El “príncipe de las tinieblas”, el seductor amoral, un vizconde de Valmont del Ampurdán, es David Selvas, que transmite toda la frivolidad de una clase ociosa y adinerada (simbolizada por la impresionante casa que tiene frente al mar). Y su prima y cómplice es Irene Montalà: guapa, sensual, ligera, vagamente enamoradiza, consciente de las maquinaciones de su primo pero sin la suficiente voluntad para salirse de la espiral.
 
“Nubes de verano” (título de precisa metáfora) es una película de cámara (apenas cinco personajes, el quinto sería el joven panadero medio novio de Marta), con límpida luminosidad mediterránea, de diálogos rohmerianos - Eric Rohmer es una vieja pasión de los dos guionistas - en castellano y catalán, pero que a pesar de su filiación francesa suenan reales, autóctonos.
 
El trazo de la psicología de los personajes es impecable, su desarrollo y sus reacciones perfectamente verosímiles, resultando los positivos en el fondo más complejos, más sustanciosos, especialmente la Ana de Natalia Millán.
   
Como muy logrados son su tono distendido y la sencillez de la puesta en escena, sobria, sin búsquedas formales, con abundancia de planos fijos o planos/contraplanos, plenamente al servicio de la interpretación de los actores, de la expresión de los sentimientos (o de su falta) de sus cinco personajes.

Hay apuntes de reconocible cinefilia, como la puerta cerrada que sugiere tanto, puro Lubitsch, y un final marcado por la ambigüedad, que es sobre todo la de los sentimientos de la pareja protagonista, para los que, intuimos, nada volverá a ser igual entre ellos.

Pero también hay humor, un humor dosificado y perfectamente realista, el humor que rodea a este tipo de situaciones, al juego de las seducciones, calculadas o no, y que acompaña a la posibilidad del drama como consecuencia. Y es que con frecuencia la película nos deja deliberadamente al borde de la risa.
 
 


13 de junio de 2012

Méjico como fin

  "I did Alfredo Garcia, and I did it exactly the way I wanted to. Good or bad, like it or not, that was my film."
(“Hice Alfredo García, y la hice exactamente de la manera que quise. Buena o mala, guste o no, esa era mi película”)
Sam Peckinpah


A Sam Peckinpah le entusiasmaba Méjico. Amaba su anarquía vital, sus mujeres (se casó con una, la misma, tres veces), sus peleas de gallos, sus cantinas, su tequila, su música, y su carácter incivilizado frente a la fachada de orden de los Estados Unidos. En “La huida” (1972) de Steve McQueen y Ali McGraw ese país es su salvación, como es el refugio querido y ocasional de Billy the Kid en “Pat Garrett & Billy the Kid” (1973). Y “Mayor Dundee” (1965) y “Grupo salvaje” (1969) transcurren en buena parte allí, como si Peckinpah necesitara imperiosamente justificar las filmaciones en ese país, y retratar sus paisajes y sus gentes.
Probablemente el director californiano nunca disfrutó tanto un rodaje como el de “Quiero la cabeza de Alfredo García” (“Bring Me the Head of Alfredo García”, 1974), rodada y ambientada íntegramente en Méjico, en el que además dispuso de una libertad creativa de la que no había gozado antes ni volvería a gozar en el futuro, siempre enfrascado en rodajes turbulentos (en parte por su propia culpa) y expuesto a mutilaciones de sus films por parte de los productores.
Es “Quiero…” una película libre, valiente, honesta nihilista, más lírica que violenta, y ferozmente personal. Para muchos el más personal de todos sus films, como corroboran las palabras del propio Peckinpah recogidas más arriba, realizado a partir de una historia escrita por él mismo junto con Frank Kowalski.

Es una “road movie” que mantiene el tono justo a lo largo de todo el metraje, entre la aventura desesperada y el romanticismo crepuscular, con destellos de humor negro propiciados por la cabeza del título, que viaja en el coche del protagonista (Warren Oates) entre hielo y moscas, y es objeto de los celos retrospectivos de éste con respecto a su antiguo portador. Una película que empieza bucólicamente, con una joven sentada frente a un lago, y concluye con la imagen del cañón de un fusil disparando, metáfora del mundo despiadado que retrata.

Pero es por encima de todo una extraña historia de amor, el que siente un perdedor en busca de su última oportunidad por una prostituta, Elita (Isela Vega). Las escenas entre ellos son probablemente las mejores: Oates, que duerme con las gafas de sol puestas, se despierta con ladillas en el pene tras pasar la noche con ella; la del picnic en la carretera, empapada de romanticismo otoñal y en la que él acaba por pedirle que se casen; la tristísima en que ella llora sentada bajo la ducha; y la que precede a la profanación de la tumba, una secuencia extraordinaria.


Políticamente incorrecto siempre, la controversia viene, una vez más en la filmografía de Sam Peckinpah, de la mano de la misoginia y la violencia presentes. Sin embargo, la innegable misoginia del director es aquí menos cruda y más matizada que en otras películas. Elita es un personaje complejo, que parece entregarse con cierto gusto a la violación por parte del motero que interpreta Kris Kristofferson, pero a la que intuimos enamorada aún del muerto Alfredo García, un amor nunca expresado con palabras, pero que se palpa con fuerza en la bellísima secuencia nocturna y casi muda de la profanación de la tumba, en la que la lectura moral de lo despreciable de este acto se extiende a la de la profanación de los sentimientos de la chica.
Y respecto a la violencia, no hay gratuidad en las matanzas como sí en otras de sus películas, aunque son interesantes las declaraciones de James Coburn: “Sam quería mostrar la violencia como era para alcanzar la no violencia, para hacerla tan repulsiva que nadie quisiera verla”. “Bloody Sam” siempre fue un apodo relativamente injusto.

Uno se anima a conjeturar que la película no hubiera sido tan buena sin la (mala) presencia de Warren Oates, que encarna al protagonista, un gringo perdedor llamado Bennie afincado al sur del Río Grande. Oates, natural de Kentucky y desaseado como un antihéroe de Bukowski (al que sus hermanos afeaban su nulo gusto por la higiene en “Mayor Dundee”), fue un asiduo de ese verdadero “wild bunch” de actores que conformó Peckinpah a lo largo de su carrera (James Coburn, Strother Martin, Dub Taylor, Ben Johnson, John Davis Chandler, L.Q. Jones, Slim Pickens, o ese R.G. Armstrong al que Peckinpah otorgó papeles de rudo reverendo o intransigente puritano pero cuyo aspecto en la vida real no difiere mucho del de un pirata), y es de lamentar que falleciera tan joven, de un ataque al corazón a los 52 años.

A uno le parece que hay algo más de verdad en ese perdedor desastrado que entra en una espiral suicida de sangre un poco por amor y otro poco por inercia, que en el “Why not?” que el mismo Warren Oates le responde a William Holden camino de la carnicería final de “Grupo salvaje”. Entre estas las dos obras maestras de Peckinpah el tiempo parece ir prefiriendo la autenticidad de “Quiero…” al formidable virtuosismo de “Grupo salvaje”.

Del tronco de Alfredo García, o más bien de su cabeza, vienen Tarantino, Robert Rodríguez o el Tommy Lee Jones de “Los tres entierros de Melquíades Álvarez

   


30 de abril de 2012

La mirada del intruso

Una gratísima ráfaga de ese viento fresco tan omnipresente en la película me ha parecido la nueva adaptación de la novela de Emily Bronte “Cumbres borrascosas”, a cargo de la cineasta inglesa Andrea Arnold (“Wuthering Heights”, 2011), de las mejores estrenadas en España en lo que va de 2012.
Refrescante para empezar por lo que supone de oposición a un tipo de adaptación literaria típicamente británica, costume films de una absoluta perfección en la reconstrucción de época, con inmejorables trabajos de dirección artística o vestuario o rigor histórico o de interpretación, pero sin alma, sin vida, sin garra, en definitiva perfectas en su frío academicismo (pienso por ejemplo en aquellas de que ha sido objeto Jane Austen).


Es por eso que es doblemente admirable el logro de Andrea Arnold con una adaptación valiente, anticonvencional, un punto salvaje y muy original en enfoque narrativo y puesta en escena, y con la maravillosa radicalidad de rodarla en los inhóspitos lugares en que transcurre la acción, esos páramos de Yorkshire que cobran enorme vida hasta el punto de ser un personaje más de la ficción.

La historia está plenamente narrada desde el punto de vista de Heathcliff, el intruso, el gitano adoptado por el cabeza de familia, aquí caracterizado como negro. Ese punto de vista determina la puesta en escena, con la cámara acompañando al personaje y a su mirada sobre todo lo que le rodea, un procedimiento especialmente eficaz para el Heathcliff adolescente que lo observa todo con extrañeza e inquietud, y con fascinación hacia la más joven de la familia, Cathy.
El hiperrealismo de la película nos sumerge en las vivencias de los personajes casi en todo momento, haciéndonos casi sentir el barro que pisan, la espesa niebla, la lluvia y especialmente el viento (chapeau para Nicolas Becker, encargado del sonido en un film, subrayemos, sin banda sonora), ese viento que les cala los huesos, con una maestría digna de Kurosawa en la utilización de los elementos naturales.


Percibimos como muy real la relación de mutua compañía entre Cathy y Heathcliff, con esa inconsciencia instintiva de los muy jóvenes que se encuentran a gusto entre ellos, almas gemelas en su vínculo común con el desolado paisaje, en definitiva hechos el uno para el otro, como demuestra esa preciosa secuencia en que la chica lame las heridas de los latigazos que ha recibido Heathcliff.
Y es un grandísimo acierto de Andrea Arnold el haber optado mayoritariamente por actores no profesionales, especialmente los que encarnan a Cathy y Heathcliff como adolescentes, Solomon Glave y Shannon Beer, que son toda naturalidad y feliz inconsciencia. A su lado, paradójicamente, la profesional Kaya Scodelario como Cathy joven y el debutante James Howson como Heathcliff joven, palidecen significativamente.


“Cumbres borrascosas” es una gran película trágica, a pesar de una segunda parte que desmerece al lado de la primera, enlazadas por cierto por una bellísima elipsis con la niebla como protagonista y denominador común de la huida y el regreso de Heathcliff. Porque es un film que acumula también bastantes defectos: ese desequilibrio entre sus dos partes, carente la segunda de la fuerza telúrica de la primera, con una escena tan importante como la del reencuentro entre Cathy y Heathcliff tratada de forma anémica; la débil interpretación de Scodelario y Howson; o la desafortunada concesión a nuestra época que supone insertar una canción pop para el final.

Muy justamente ha sido reconocido y premiado (en los festivales de Venecia y Valladolid) el fantástico trabajo del operador Robbie Ryan, de una extrema fisicidad, saludablemente arriesgado como casi todo en este proyecto de Andrea Arnold, a la que habrá que seguir la pista.
Como también a ese nuevo cine inglés innovador estilística y temáticamente, celebrado hace unos meses por la revista Positif , y que ha aterrizado recientemente en España con películas como “Shame”, “El topo” o la que he reseñado.